Le due facce del tacco, a spillo, ovviamente // Las dos caras del tacón, de aguja, claro

Lunedì, 8:30

Toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc... ecco l’eco sicuro e travolgente dei miei passi. Il primo, il custode; subito dopo, la vicina di fronte. Ed è soltanto l’inizio. Esco dal condominio e tutti gli sguardi si voltano istantaneamente verso di me. Uomini, donne e bambini, senza eccezioni, si sentono irresistibilmente attirati dal mio sensuale e trascinante modo in cui rendo mia la strada. I miei tacchi a spillo mi hanno trasformata in una dea, in un essere assolutamente sexy e provocante. E spinta dalla superiorità che le mie scarpe sentono nei confronti delle altre della loro specie che ci incontrano lungo il cammino, mi lascio possedere da una sfacciataggine a me praticamente ignota, che muta il mio corpo in un dondolio continuo, un incessante ondeggiare.

Corpo eretto, testa alta e sguardi diretti, di sfida, alcuni, altri allegri, conduco i miei contendenti nel ring, con la sicurezza di chi si sa vincitrice in qualsiasi contesa. Sedotta dal gioco di fatal attraction e sapendomi (come qualsiasi dea che si pregi) onnipotente e onnipossente, arrivo senza nemmeno rendermi conto sulla porta del mio ufficio.

Lunedì, 20:30

Sta per scoppiarmi la testa (e nel mio immaginario tre, due, uno… BOOM!!!!). In meno di 30 secondi, da quando sono uscita dall’ufficio, ho già inciampato due volte, e la gente intorno a me, che non mi ha visto nella mia supremazia assoluta di stamattina, vede in me una stordita in cima su tacchi mutati in arma letale. Le gambe mi tremano leggermente per l’instabilità dei tacchi sul marciapiedi. Camminare con la testa ben alta? Ma stiamo scherzando? Manca soltanto che il mio tacco si infili nelle fessure di ventilazione della metropolitana in modo da offrire un spettacolo vergognoso per tirarlo fuori… oppure che inciampi ancora e finisca per fratturarmi il collo del quinto metatarso (o, se sono proprio sfortunata, il collo, appunto).

Come se badare alla mia incolumità fisica non fosse un’impresa abbastanza ardua, in questi momenti, comincio a rivedere mentalmente il contenuto del mio frigorifero (parlare di "contenuto", con riferimento al mio frigo, è quasi sarcasmo) e mi rendo conto che se stasera intendo davvero mangiare devo andare a fare la spesa.

Ed è così che finisce la mia giornata, quando con in una mano la borsa e nell’altra il poco o per niente glamourous sacchetto della Standa, tramutata ormai in uno straccio di donna, mi accascio sulla panchina della fermata del tram, non vedendo l’ora di arrivare a casa per lanciare queste maledette scarpe il più lontano possibile.

* * * * *

Lunes, 8:30

Toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc... el sonido seguro y arrollador de mis pasos. El primero, el portero; después la vecina de enfrente. Y es sólo el principio. Salgo de casa y todas las miradas caen inmediatamente sobre mí. Hombres, mujeres y niños, sin excepción, se sienten irresistiblemente atraídos ante mi sensual y abrumadora forma de hacerme con la calle. Mis tacones de aguja me han convertido en una diosa, en un ser extremadamente sexy y provocativo. Y llevada por la superioridad que sienten mis zapatos frente a los demás de su especie con los que nos encontramos en nuestro camino, me dejo poseer por una chulería casi ignota en mí que transforma mi cuerpo en un bamboleo continuo, en un contoneo incesante.

Cuerpo erguido, cabeza alta y miradas directas, desafiantes unas, juguetonas otras, arrastro a mis contrincantes al ring con la seguridad de quien sabe que saldrá victorioso de cualquier combate. Fascinada por ese juego de atracción fatal y sabiéndome (como buena diosa que se precie) omnipotente y todopoderosa, llego sin darme cuenta a la entrada de mi oficina.

Lunes, 20:30

Está a punto de estallarme la cabeza (y en mi imaginario tres, dos, uno… ¡¡¡¡BOOM!!!!).
Hace menos de 30 segundos que he salido de la oficina y ya he tropezado 2 veces; la gente a mi alrededor, no habiendo visto mi dominio absoluto de esta mañana, ve en mí un pato mareado sobre unos tacones transformados en un arma mortal. Siento un leve temblor de piernas, de pura inestabilidad del tacón en el suelo, claro. ¿Andar con la cabeza bien alta? ¡Ni de coña! Para que se me quede el tacón atascado en una ranura de ventilación del metro y tenga que ofrecer un espectáculo lamentable para sacar el zapato de ahí… o para que vuelva a tropezar con los adoquines y me rompa el cuello del metacarpiano quinto (o, con un poco de mala suerte, el cuello a secas).

Como si salvaguardar mi integridad física no fuese ya una tarea lo suficientemente ardua en estos momentos, me da por ponerme a hacer repaso mental del contenido de mi frigorífico (hablar de "contenido" para referirme a mi nevera es casi sarcasmo) y me doy cuenta de que tengo que pasar por el super si es que realmente pretendo cenar.

Y así acabo mi jornada, con mis tacones de aguja, el bolso en una mano y la bolsa roja y poco glamorosa del Standa en la otra y hecha un guiñapo, que más que una mujer parezco un monigote; y mientras me abalanzo sobre el banco de la parada del tranvía sólo puedo pensar en las ganas que tengo de llegar a casa para lanzar lejos de mí estos malditos zapatos.